Enrique González Fiol, escritor |
En
el año 1930, el prolífico y poco conocido periodista y escritor sobrarbés-valenciano,
Enrique González Fiol vio publicado su cuento titulado “El devocionario de las
cuarenta hojas”. Seguramente estaba inspirado en un hecho real, ambientado en
Castejón de la Gorga (Castejón de Sobrarbe). Se trata de un interesante cuento
en el cual hay información sobre las costumbres y la literatura de tradición
oral en Sobrarbe. También aparecen múltiples palabras aragonesas. No sé si
realmente existió Nicodemus. Seguidamente, el cuento escrito por Enrique
González Fiol.
En todo Sobrarbe no había espíritu
bastante perspicaz para dictaminar con cabal certitud que el panarras más
socarrón o el tuno más ladino de aquel antiguo reino fuera Juan de Nicodemus,
el remendero de zapatos y albarcas de la villa de Castejón de La Gorga. En
cambio, estaban todos acordes en proclamarlo digno heredero y émulo de las
marrullerías que inmortalizaron, en todo el Pirineo aragonés, al pastor de
almas mosén Fierro, y al de cabras y ovejas Superio, de Puértolas.
Tonto parecía por muchos de los
dichos y los hechos de su vida ya cuarentona. Pero en trueque, desconcertaba,
súbito, con agudezas de ingenio de no corto alcance, blanco de las cuales pocos
se libraban de ser. Y los curas, menos. Aunque nadie le ganaba a cumplir sus
deberes religiosos con las máximas atención y compostura, guardábales cómica
ojeriza a todas las estolas, por haber consentido que en la pila bautismal le echasen
al tozuelo un nombre que aborrecía, no por lo que tuviera del príncipe fariseo Nicodemo,
el discípulo oculto del Salvador, según el evangelio sanjuanero, que había oído
predicar muchas cuaresmas, sino por cuanto tenía de Juan…, pues llamárselo o tenerlo
a uno por tal parecíale la injuria más insufrible.
Verdad es que el nombrecito habíale
proporcionado no pocos disgustos en su infancia y en su mocedad: a pedrada
limpia había encorrido o engalzado a sus compañeros escolares muchas veces por
llamarlo el del Bautista, y no escasas por estropearlo con avieso sarcasmo su
segunda mitad onomástica, trucándola zumbonamente en Nicomemus ni bebemus,
cuando el dómine los castigaba encerrados sin yantar a mediodía en la escuela.
En fin, gracias a Dios y a los leñazos, puñetazos y teflazos que repartió, sin
distinción de edades ni sexos, conquistó el derecho a ser denominado solamente
Nicodemus. Y desde aquel día se declaró, o se definió, por decirlo con el verbo
de moda, católico, liberal y anticlerical.
Por lo último su ingenio no dejaba de
mortificar a las sotanas que, a su juicio lo merecieran de algún modo.
En una ocasión, después de haber
mostrado al médico, que tenía pretensiones de arqueólogo, una bula pontificia
del siglo XV, pergamino miniado de altísimo mérito, preguntaba el párroco a su
interlocutor cómo podía haberse cambiado en el nombre de aquella villa la elle
de Castillón por la jota de Castejón. A lo que Nicodemus, que pasaba entonces
por allí, sin pedir permiso para meter baza, replicó narigoneando con lentitud
azorante de bausán:
-No les extrañeye a ustedes; tenía
que ser ye asinas; ya se sabe que en Aragón todo y remata en jota…!
En venganza de todas las burlas,
vayas y mofas con que los ponía colorados, los clericales trataron de desbaratarle
la boda con una misacha de buen palmito y no mala dote, calumniándola de
llevarle usada su gala principal.
- ¡Bay! ¡Bay! –les replicó
gangosamente, en tono resignado de sandio, convencido de la ruindad de la
intención-. No tos preocupez tanto; no y vayáis a enfermar. Es boda al consonante
pa mí; ya sabís que por la contribución que y pago, de zapatero de viejo, no
puedo trabajarye en nuevo…
Era el cura avaro incorregible, que
por no gastar y, en parte, por ir más suelto de cazata, vicio en él tan
aferrado como la tacañería, no reparaba en aparecer con una sotana donde no se
sabía qué se podría contar más, si manchas, agujeros o rasgones.
En cuanto Nicodemus lo tenía a tiro
de su risa, rompía en carcajadas estrepitosas y cínicas, que duraban hasta que
lo veía desaparecer.
Harto de aquella risa, que juzgaba
irreverente, y echándoselas de listo, presentósele un día el mosén, acompañado
de dos testigos, para poder querellársele judicialmente por injuria.
A pesar de los dos testigos, en
cuanto lo vio Nicodemus se dislocó a carcajadas. Y cuando los testigos, para más
asegurarse, le aconsejaron insidiosamente que considerara cuán caro podría
salirle el burlarse de la sotana, que era cosa santa, la risa de Nicodemus
llegó a los linderos de la epilepsia. No quería más el enojado eclesiástico, y
le envió la papeleta de citación.
Y cuando todos creían que la
presencia de los testigos lo dejaría anonadado, salió limpiamente del lance
diciendo que él no se reía del Sr. Párroco ni de su sotana, que le parecían muy
respetables, sino de los agujeros y de las manchas, que no tenían nada de santo,
ni de católico, ni de cura, ni de sotana siquiera…
Pero la partida más graciosa y más
gorda se la jugó al sacristán, en una fiesta de visita pastoral. Celebraba el
Sr. Obispo nada menos. Nicodemus había visto que los señoritos de la villa
acudían al Santo sacrificio devocionario en mano, leyendo el cual se pasaban la
ceremonia. En vez de subirse al coro, cual de costumbre, quedóse abajo, entre
el grupo de los hombres y el de las mujeres, muy a vista del sacristán, con la
novedad de tirar de una baraja grasienta, como manoseada por varias
generaciones.
Y pasando y repasando naipe tras
naipe, con el mismo fervor que si ojease el devocionario más hondamente místico,
se le transcurrió toda la misa.
El sacristán, que no podía verlo ni
en pintura, frotábase de gusto las manos, pensando que habiendo testigos
escandalizados de la pública irreverencia Nicodemus acabaría nada menos que en
un presidio, condenado por sacrilegio.
Y en cuanto sonó el Ite misa est y
cayó sobre los fieles la bendición episcopal, agarró por los sobacos a
Nicomemus, y escoltado por el alguacil, previamente requerido para la
detención, se lo llevó a la abadía.
Era tan gordo y tan extraño aquello,
que el buen Obispo no lo habría creído si el propio acusado no hubiera asentido
espontáneamente, y hasta hubiera enseñado la nefanda barajeta con la mayor
naturalidad.
- ¿Pero sabes, desdichado, adónde te
puede conducir esa irreverencia? ¡Ahora mismo te van a llevar a la cárcel si no
pides perdón ahí de rodillas! –dijo la mitra, que no gustaba de resoluciones
violentas.
-O siñor obispo y tién ganas de
chanza –replicó tranquilamente Nicodemus-. No sabeba yo y que la ley castigue
la devoción.
-¿La devoción es estar en misa sin
levantar los ojos de la baraja? A ver, explícame eso –dijo bondadosamente el
prelado, creyendo habérselas con un tonto.
-Pos sí, Siñor. Ende que os pijaitos
y han sacau la moda de venirye a misa a leer en su libred, como aquí no venden
devocionarios, yo hi teníu que valeme de iste de las cuarenta hojas. Mírese
cómo –y sacando naipes, conforme iba citándolos, añadió-: Cuando me sale l´as
m´alcuerdo de que hay un solo Dios todopoderoso. Un dos me y recuerda los dos ladrones,
o bueno y o malo que acompañaron a Jesús en a Cruz; un tres, a Santísima Trinidad; el cuatro, los
evangelistas Marcos, Lucas, Mateo… y l´otri que guárdeme Dios de llamárleye por
su nombre para no encarroñarlo; o cinco, las vírgenes prudentes que no y debían
dejar apagar su lámpara. Ye verdá que la Biblia ice que diez y tenían a misma
fayena, pero cinco en eran fatas, y no la ficieron; o seis , os días que y
tardó Dios en fabricarse el mundo; el siete, el en que se plantó Dios pa
descansar e inventar el de jubar al truquiflor; también m´alcuerda los Dolores
de Nuestra Siñora; si tenese los ochos me recordarían de las vertuosas presonas
que se y salvaron d´o diluvio: Noé y a suya muller, os tres fillos con as tres
chovens; en total, cuatro parejas; y si los nueves, os leprosos que no le daron
las gracias a Jesús de diez que en sanó, pos que sólo uno len dio, y… -ante la
palabreja que iba a escapársele, preguntó modoso- ¿cómo le dicen sus mercedes a
esta carteta?
-La sota- dijo un paje del obispo.
-Bueno, por esta carteta, como diez,
me y fa pensar en os diez mandamientos d´a ley de Dios, y en cuanti que sota,
deixaremos pa l´último lo que y prenso; el caballo m´alcuerda del apóstol
Santiago; y el rey, de David, y Salomón; as cuatro estaciones del año; y las
doce cartetas de cada palo, los doce meses; as blancas, os siete días de la semana,
y las doce figuras los signos del Zodíaco; los cuatro ases y las cuatro
briscas, as ocho fiestas gordas de la añada… en fin, que pa mí, la baraja no ye
una alcomonia pa fatiar y exenredar en la iglesia, sino Biblia, devocionario y
almanaque…
-Sí, pero no has dicho lo que te
falta de la sota- dijo el obispo, conteniendo la risa a duras penas.
-¡Oh! Eixo, ray. ¡Ya len diré, ya!...-replicó
Nicodemus-, si su ilustrísima y el escolano me y prometen no encarrañárseye por
lo que y prenso…-y, como se lo prometieron, concluyó: -En cuanti sota, no me fa
pensar denguna tocinada de las que cualesquier fato maliciariaye, por el mal
nombre que len damos aquí a eixa carteta, y que en o Quijote diz o siñor
maistro que se escribeye con as cuatro letras, aunque con denguna debe prenunciarse
ante sayas y sotanas. Se es caso, me fa prensar, con lástima, en la Madalena,
andes de arrepintirse; y con invidia, dimpuesas de arrepintida, qu´agarrada está
a la cruz, como cantamos en la letanía de los Santos…. Pero ahora, no y prenso
en cosa de eixo: ende que m´y veo ante el siñor obispo, eixa carteta me fa
prensar nada más que… ¡en o fillo de la gran sota! Que m´ha empentau aquí, con
la judía intención de que me dasen un susto…
Rieron todos de la jocosa zorrería de
Nicodemus, y, pese al rabioso despecho del podenco del Escolano, que no había
podido cazarlo en un renuncio, lo soltaron.
Desde entonces en Sobrarbe se llama a
la baraja el breviario de Nicodemus, o el devocionario de las cuarenta hojas.
ENRIQUE
GONZÁLEZ FIOL
No hay comentarios:
Publicar un comentario